Vuelta al Brabante

DE REGRESO hacemos dos altos en el camino, en el lago de Chantecoq y en Bar-le-Duc. En Chantecoq estuvimos hace 21 años cuando Daniel tenía 15 y quería bañarse en ese lago que había imaginado a la distancia. Las aguas están donde mismo, allí donde hace más de cien años los parisinos crearon una represa con la que protegerse de las inundaciones y abastecerse de agua en caso de necesidad y en los años setenta inundaron unos cuantos pueblos. Ahora es un balneario democrático con sus deportes náuticos y sus chiringuitos de papas fritas. Sentados al borde del agua pensamos que si volvemos será dentro de 21 años y tendremos él 57 y yo 91, la edad a la que murió mi padre. La melancolía nos cubre con su manto pero es una melancolía compartida, lo que la hace más llevadera.

Bar-le-Duc nos parece a ras de calle feo y desangelado. Subimos luego a la torre y sin embargo desde arriba nos deslumbra. Esta ciudad fue la capital de un ducado independiente hasta bien entrado el sXVIII. Por lo visto, la Lorena ha privilegiado otras ciudades, Nancy y Metz, y la República francesa no ha sabido hacerle sitio. Imposible no pensar que si Bar-le-Duc fuese flamenco no tendría nada que envidiarle a nadie.

Láminas animales por el camino. Casteller de vacas franciscanas en su pradera y miríada de estorninos en su campo de maíz. Conduciendo no puedes pintar y hay que echar mano al repertorio mental. Las vacas las he visto en una tela de Jordaens y los estorninos también los he visto, pero ¿dónde?

Tras dejar atrás tanto bosque convertido en campo cerealero y arboleda baja, la floresta espesa de la Ardena belga nos da la bienvenida como cada año en estas fechas.

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Óleo de Jacob Jordaens, 1624

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