La alargada tristeza del ciprés
MIRA que he leído novelas tristes pero esta es un fuera de categoría. El lector y la lectora avanzamos en la lectura e inevitablemente imaginamos el tiempo y el lugar en que las aventuras del niño Pedro, el protagonista de este Ciprés, fueron escritas y leídas (muy leídas, fue Premio Nadal en 1948). Y sí, lo fueron en la España de la posguerra. Saberlo aumenta la tristeza.
Pedro, un niño huérfano, es albergado en la casa de un maestro en una ciudad castellana encerrada en sus murallas, Ávila. Allí, además de las materias escolares, su maestro le enseña una manera de enfrentar la vida: para evitar sufrir es mejor no tener que haber tenido, es mejor no asirse ni de las personas ni de las cosas para no tener que renunciar luego a ellas. Sumido en ese pesimismo, el niño se deja ganar sin embargo por la luz de una esperanza con la llegada bajo el mismo techo de otro niño desamparado como él que se convierte en su amigo en toda la magnifica extension de la palabra. Y no tarda en morir en sus brazos.
Tras ese golpe, el niño Pedro, convertido en hombre, marino de profesión, se promete mantenerse fiel a la enseñanza de su maestro y no recaer en el amor. Pero recae. Y la segunda caída es, si cabe, aun mas triste que la primera. La imagen que cierra la novela, una alianza de compromiso cayendo por la rendija de la tumba del amigo muerto, es pura tristeza destilada hasta alcanzar un estado casi alquímico.
Sorprende saber que Delibes tenía 25 años cuando escribió esta novela. No porque El Ciprés parezca escrito por un novelista añoso, sino por el tono y la espesura de su prosa reflexiva. Delibes no tiene por qué ser representativo de su generación, ni siquiera de su época, pero parece evidente que en la posguerra se era joven de muy otra manera que hoy en día.
No seré yo quien diga que no hay que confrontarse a la tristeza ni al sentimiento trágico de la vida. Es lo propio de la catarsis, por lo demás, hacerlo a través de un mecanismo viejo como el mundo que los griegos consiguieron explicitar: para purificarse de los sentimientos agudos —el dolor de la pérdida, en este caso— no hay nada mejor que vivirlos de manera vicaria gracias al relato de unas vidas ajenas.
La alargada tristeza del ciprés corta como un cuchillo, también porque casi ochenta años después de su publicación la novela se sigue leyendo.