La señora Curren describe la huida de los nazis de la sabana sudafricana
CORRE 1990 y estamos en la África del Sur del apartheid. Una mujer mayor se entera de que la enfermedad que sufre es incurable y, en contra de lo esperable, no se recluye en la unidad de cuidados paliativos de un hospital para blancos para morir entre algodones.
Lo que hace en cambio consiste en apoyarse en la gente que tiene cerca, que no es mucha, su empleada y sus hijos, un vagabundo que se allega. Como no puedo confiar en nadie, tengo que confiar en alguien, se dice, porque si no hay confianza no nos merecemos sino caer en el hoyo y desaparecer.
Con ese programa vive sus últimos días dando tumbos en una ciudad enfangada en la violencia. Y lo hace sin ilusionarse sobre la probidad de sus gestos. «Intento mantener viva mi alma en una época que no es hospitalaria para el alma», se dice o se lo dice mentalmente a su hija, que se ha ido a EEUU y no piensa volver. «He sido una buena persona», concluye. «¡Menuda época en que ser buena persona ya no basta!».
Esta mujer, la señora Curren, protagonista de esta Edad de hierro, es una prefiguración de Elizabeth Costello, considerada habitualmente como el alter ego de Coetzee, que aparece en varios relatos posteriores a este. Este detalle para coetzeanos puede servir para hacer notar que el tono expresivo de la señora Curren cuando describe la estampida de los nazis de la pradera y la sabana sudafricana antes del fin del apartheid es el mismo que empleará más adelante la señora Costello para increpar a los torturadores de animales:
«Y luego, ¿qué honor hay en escabullirse en estos momentos, cuando el barco está infestado de gusanos y es tan obvio que se está hundiendo, en compañía de jugadores de tenis y corredores de bolsa corruptos y generales con los bolsillos llenos de diamantes partiendo para establecer sus refugios en la calma de los rincones perdidos del mundo? El general G., el ministro M., en sus propiedades de Paraguay, haciendo bistecs al grill con carbón bajo los cielos meridionales, bebiendo cerveza con sus amigotes, cantando canciones del terruño, procurándose el morir dormidos ya avanzada su senectud, con sus nietos y peones al pie de la cama con el sombrero en la mano: los afrikáners de Paraguay uniéndose a los afrikáners de Patagonia en su diáspora huraña: hombres rubicundos con panza y con mujeres gordas y colecciones de armas en las paredes de sus salones y con cajas fuertes en Rosario, intercambiando visitas los viernes por la tarde con los hijos y las hijas de Barbie y de Eichmann: matones, gángsteres, torturadores, asesinos. ¡Menuda compañía!».