Leyendo la palma de la mano de Santiago

TRAS darme una vuelta por La Mancha he venido volando camino de Santiago. En donde voy leyendo varios libros a la vez, una manera como cualquier otra de leer. Un capítulo para cada libro y todos los libros contentos.

Atacama fantasma, de Cristobal Marín, comienza narrando el viaje de los primeros peninsulares desde el Perú a las tierras fértiles y señaladas del centro de Chile, que entonces sólo asomaban en su imaginación, evitando en el intento el desierto de Atacama por su flanco este. No lo consiguieron y debieron internarse en el desierto en un segundo intento. Se puede decir que esta vez sí lo lograron pero lo hicieron a costa de tales tropelías que cuesta calificar de éxito esa expedición. Lo cierto es que me ha venido bien leer esto ahora porque vengo precisamente de Almagro, el pueblo de don Diego, el manchego que comandaba esa excursión, para temperar mi entusiasmo por su pueblo, que debe de ser uno de los más bonitos que he visto últimamente, con su corral de comedias salido del Siglo de oro, todo lo que merece que un día de estos cuente en un par de líneas lo que me contaron de él en el propio Almagro. Por cierto, el primer libro de Marín, Huesos sin descanso, es excelente y entiendo que acaba de ser publicado en España. Lo reseñé en su momento aquí.

Leo también El rey de las bolitas, de Beltrán Mena, un compendio de textos que además de su mérito literario se acompañan de unas excelentes fotografías tomadas por el autor que muestran exactamente lo que los textos describen. De manera que el lector no sabe si está en presencia de unas ilustraciones bien logradas o de unas écfrasis que también.

Y el capítulo de Muertes imaginarias, de Roberto Castillo, en el que describe la manera entre extravagante y alucinada como se produjo un vino local, el Clos de Pirque 1974, que algunos, el propio autor entre ellos, dan como el mejor vino del mundo. Yo no lo he probado aún pero estas páginas pueden bastar para disfrutar de su aroma y de son arrière-goût, porque están muy conseguidas.

Leo también El último neógrafo, la novela de Ignacio Álvarez que cuenta hasta ahora las peripecias de una suerte de Bartleby local por el Valparaíso de fines del XIX, entre el plan y el cerro Concepción. Seguiremos informando pero desde ya digo que avanzo con entusiasmo por el libro de Álvarez porque sus primeros capítulos son toda una promesa.

Y El color de la noche, las crónicas de mi amigo Marcelo Maturana, que compiló Andrés Braithwaite, su editor en el diario en que se publicaron en su momento. Es curioso pero me gustan más estas columnas en este libro que cuando las leía en la web del diario. Supongo que el libro es un formato caliente o al menos tibiecito y la web puede ser fría como un témpano austral.

Y junto con leer estas páginas voy leyendo la palma de la mano de Santiago y sus promesas primaverales que incluyen la floración de sus palmeras, que son chilensis, canariensis y africanas, como las que se ven junto a la Iglesia de la Providencia, a medias destruida por el último terremoto, desde un balcón en el que todo se ve mejor.

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