¿Podría desvestirse, joven?
ESTA es la historia de un muchacho enfermo de tuberculosis en una pensión para caballeros, y de los caballeros que justamente lo rodean, en Görbersdorf en 1913. Görbersdorf, en la Baja Silesia, estaba entonces en Prusia y tras la Segunda Guerra pasaría a ser polaca, pero sigue quedando a dos pasos de las fronteras checas y alemana.
Quien haya leído La Montaña mágica reconocerá la similar circunstancia y es también probable que aprecie esta historia doblemente. Pero si no la ha leído la apreciará igual. Porque si Tierra de empusas (las empusas son seres del submundo que observan y comentan), la reciente novela de Olga Tokarczuk, la primera que escribe tras la recepción del Nobel en 2018, es una reescritura de la novela de Mann, al mismo tiempo no lo es y se basta a sí misma.
Se trata de una obra densa, en el sentido de sólida, tocada por el alma eslava, por decirlo de alguna manera, lo que no le impide ser por momentos hilarante. Ilustro con un par de escenas:
¿Será que me voy a morir? le pregunta el joven Mieczyslaw Wojnicz a la vela que lo alumbra durante una noche de insomnio en la soledad de su cuarto. La vela no responde de buenas a primeras y su llama vacila, aparentemente inquieta por la pregunta. Sólo son inmortales tanto las cosas minúsculas como las inmensas, los átomos y las galaxias, dice por fin. Allí está todo el misterio.
Al otro extremo del espectro, este diálogo en el sanatorio entre el doctor Semperweiss y el paciente Wojnicz es hilarante:
—¿Podría desvestirse completamente, joven? —Me veo en la necesidad de rehusar. —¿Por qué, si se puede saber? ...Esta es una consulta médica. —Por razones... religiosas. —Pero si usted es católico y los católicos se desvisten delante del médico. —Es más complicado que eso. —Estos del Este son salvajes, concluye el galeno. No puedo con ellos. ¿Cómo quiere ser tratado con métodos modernos si rehúsa mostrar el culo?
Puede que la intención de la autora de afirmar su punto de vista por momentos sea un poco marcada pero, con todo, el entramado está muy bien logrado. Y que al acabar la lectura uno se entere de que las opiniones machistoides que los pensionistas intercambian en las horas de ocio mientras saborean el licor local son paráfrasis de textos de autores granados, de Ovidio a Sartre, jugada que no puede sino ser considerada una genialidad manifiesta.
También la presencia significativa en la novela de una tela del pintor valón Herri de Dinant, adelantado del paisajismo en el sXVI, que le permite a Tokarczuk inscribir entre lo minúsculo y lo inmenso el valle y las montañas de Görbersdorf que contienen y rodean a los protagonistas, tal como hace la vela con la inmortalidad, así como la relación del protagonista con su padre. Otra genialidad, y ya van dos o tres.
Que el Premio Nobel no lo regalan ya lo sabíamos y Olga Tokarczuk sólo viene a recordárnoslo.