Grado siete para arriba
EL PRIMERO que me sacude la memoria es el de la tarde del plácido domingo 22 de mayo de 1960, conocido como el terremoto de Valdivia o el maremoto de Corral. Un cataclismo, un 9,5, el mayor sacudón que ha dado el mundo. El mar se salió de madre, remontó el curso de los ríos, saló lagos de agua dulce y se tragó pueblos enteros. Uno de mis tíos estaba subido a una escalera pintando la casa, una posición incómoda para afrontar el sacudón. Se cayó de la escalera y encima le cayó el tarro de pintura.
Él se decía afortunado porque sólo se rompió la clavícula, una nadería comparada con lo que vivió tanta gente. Era joven y se recompuso enseguida para afrontar los sacudones que en su vida iban a ser frecuentes. Yo estaba en primera de preparatoria y vivía en un valle transversal del centro de Chile, donde en las semanas siguientes veríamos llegar a varias familias de damnificados que huían del sur. Años después conocí a una comunidad de lafquenches originarios de Toltén que, habiendo perdido todo, fueron reubicados en unas tierras áridas del interior. No sólo cambiaron de domicilio, también cambió radicalmente su relación con el mar: «El mar es cosa mala, revoltura», les escuché decir.
A todo esto, que el mar de Chile se llame Pacífico ¿es una broma o es idea mía?
Así comienza esta memoria de mis terremotos chilenos. Se puede leer en Palabra Pública.
📸 Roberto Candia