Me llevan los demonios

«MI ABUELA estaba loca. Era histérica. Se desmayaba por todo y por nada. Porque la contradecían, porque la contrariaban, por cualquier pequeñez. O simplemente porque se aburría». 

Este es el mejor comienzo de novela en lo que va de año. Démons me turlupinant, título del cuadro de James Ensor que puede verse arriba y del libro en cuestión, puede traducirse como Me llevan los demonios. Se trata en efecto de una historia de demonios ensorianos desatados. El abuelo de Declerck era el callista de Ensor en Ostende y el pintor, que no era propiamente pobre pero no tenía un cobre, le pagaba con dibujos y grabados, lo que hace de esos cuidados pedestres los mejor retribuidos de la historia de las uñas de los pies.

La aventura de Declerck, protagonista de su propia novela, acaba (o comienza) cuando, a los 16 años, decide huir de su abuela histérica y de unos padres que han perdido la gracia que les veían sus ojos de niño, e intenta llegar al Uruguay para unirse a la guerrilla tupamara. Aunque estamos en el glorioso año de 1970 el viaje no termina en Montevideo (monte vide eu) sino al pie de los Alpes franceses, en Briançon. ¿Por qué allí y no allá? Porque-porque. 

A lo que voy es que en su fuga Declerck hace una etapa en Hénin-Beaumont, un antiguo pueblo minero en el noreste del Hexágono que se ha ido convirtiendo en el lugar áurico del lepenismo, que gana allí las elecciones con más del 70% de los votos. En Hénin-Beaumont, confrontado con el pueblo realmente existente, Declerck descubre que no será guerrillero sino psicoanalista y escritor, así demore años en conseguirlo.

«¿Qué me inspira ese muchacho ausente hace ya tanto tiempo y que fue quien yo fui?», se pregunta el autor hacia el final de su introspección literaria. «¿Ternura, alzamiento de hombros? Me temo que esto último, más bien. Hechas las cuentas, sigo sin quererme porque me conozco demasiado (...) Así acaban los verdaderos narcisistas, hartos de sí mismos».

Poco después de haber publicado este libro el autor desarrolló un tumor en el cerebro, circunstancia que lo llevó a ponerse aquella camisilla con la que hay que cubrirse las vergüenzas para entrar al quirófano y fue operado despierto: «Te duermen, te desmontan medio cráneo, y luego te despiertan (...) Lo fascinante es que durante la operación (...) puedes seguir pensando en cosas sin ningún vínculo con lo que está ocurriendo».

(Por mi parte, años atrás me operaron del pie izquierdo, el punto corporal más alejado del cerebro, y elegí recibir una anestesia que me durmió únicamente la mitad inferior del cuerpo. Durante la operación estuve pendiente de lo que me ocurría e incluso espié los gestos de los cirujanos a través de la abertura que dejaba la cortina que iba a impedirme ver la carnicería. Llevaba conmigo un walkman (ahora veo si te operan de los pies es normal que lleves un walkman) con el que escuché la cuarta de Mahler que, como se sabe, termina con un lied en la que la soprano canta que en el cielo el vino es gratis y los ángeles hacen el pan. El cielo, el punto más alejado de mi pie izquierdo. Cuando me quitaron el yeso y pude volver a ver ese pie pensé que le había pasado un camión por encima y que nunca mas volvería a apoyarlo. He podido hacer después el camino de Santiago, sin embargo, loado sea el cirujano que no se equivocó de pie).

Entradas populares de este blog

Si vas a París te recomiendo la torre Eiffel

El tiempo y unos altramuces

Leyendo la palma de la mano de Santiago